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Un soplo de brisa fresca

LA ÚLTIMA PLAYA

LA ÚLTIMA PLAYA



Érase una playa allá en los confines del espacio y el tiempo, a donde una mujer llegó buscando un lugar de paz, de serenidad. Buscando su lugar seguro; el santuario para sus emociones y sus temores; para sus pensamientos y sentimientos, para sus sueños... No iba sola, aunque pudiese parecerlo. La acompañaba la fé. La fé en una voz cálida y hechizante que la condujo con firme dulzura. La fé en su propia decisión de alcanzar esa orilla mágica donde encontrar reposo. El sol brillaba amigo, e iluminaba cálidamente el hermoso escenario. El mar llegaba suavemente a entibiarse en la blanda arena.

La mujer caminó descalza, dejándose acariciar por los rayos luminosos y la brisa suave. La voz hipnotizante seguía hablando de sosiego, de comunión con el entorno que tan generosamente la acogía. Entonces, fue consciente del olor a mar -ese mar que siempre había tenido el poder de desbordar sus sentidos-. El aire transportaba aromas conocidos, y pensó: soy una con el aire.

Enterró uno de sus pies en la arena, para después dejar que asomase de nuevo a la superficie, y en tanto no apartaba los ojos del pie y de la arena –que, en tal juego, se confundían- continuó repitiendo el mismo movimiento, y pensó: soy una con la arena.

Después marchó hacia el agua y dejó que esta acogiese su cuerpo: los pies, las rodillas, la cintura…. Cuando avanzó en el agua y ya buena parte de su cuerpo se encontraba sumergido, el agua fué un inmenso y tierno abrazo, y sintió como el sabor salado de ese mar, se había adueñado de todo su cuerpo. Entonces la mujer pensó: soy una con el mar.

La voz “iniciadora” pasó a invocar a la sabiduría interior, y la mujer unió su voz en tal invocación. No fue luz, ni fue llama. No fue estruendo…. Una gaviota llegó volando hasta una roca que se hallaba entre el mar y la orilla, y allí se posó, frente a la mujer, y ambas supieron que eran una misma.

- ¿Vives tú dentro de mi? preguntó la mujer, aunque ya conocía la respuesta.

La gaviota continuó en silencio, la miraba, miraba a la arena, al sol, al mar… Si no fuese una gaviota, se podría decir que sonreía.

- ¿ Me prestarías tus alas para volar?

Y entonces voló….. Sí, tal como suena, volaba…. Surcaba el cielo agitando las alas prestadas de un modo natural, como si nunca hubiese hecho otra cosa. Volaba por encima de ese mar que hacía tan solo un instante era parte de su cuerpo. Sobre esa arena que se había colado entre sus dedos. Se sentía poderosa, capaz de cualquier cosa, aunque solo fuese aquí y ahora. Y sintió que tan solo era el principio. Que volvería a volar, una y mil veces. Tantas como invocase a su sabiduría. Tantas como llegase a desearlo. Tantas como creyese en su capacidad de volar.

La gaviota descendió lentamente hasta posarse en una roca, que se hallaba entre el mar y la tierra. Desde allí contempló a la mujer, que estaba de nuevo enfrente, aunque ahora su mirada ya no era de perplejidad, sino de certeza.

La voz, tan conocida ya, tan íntima, la invitaba al regreso. La mujer lanzó una última mirada –temporal- a aquel su paraíso, pero no sintió temor, ni tristeza. Sabía de su conquista. Sabía que siempre sería su dominio, del mismo modo que sabía que se había entregado y que pertenecería para siempre a ese rincón encantado.

Después….. abrir los ojos lentamente. Estirarse…..

- ¡ Qué curioso, el regreso no había sido doloroso!

Y la gaviota, antes de alejarse, le susurró al oído:

- Nunca vueles a lugar de donde el retorno resulte doloroso.

Brissa

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